Una serie de cartas que Abel Hernández, al más puro estilo de los estoicos, escribió a su hija Sara cuando ésta contaba dieciocho años. Deseaba hablarle de Sarnago, al pie de la sierra de la Alcarama, en las Tierras Altas de Soria, el pueblo donde nació y se forjó su espíritu, el repositorio de una cultura rural milenaria que poco a poco había ido desapareciendo y que a sus ojos se revelaba como la única verdad.